Apuntes sobre una persecución implacable
Sostenía Santo Tomás, la idea de la inferioridad de la mujer y su supeditación «económica» al marido, pensamiento que impregnó toda su obra e inspiró cualquier especulación teológica posterior.
Proclama hoy el semanario Alfa y Omega de la Archidiócesis de Madrid que «cuando se banaliza el sexo, se desvía de la procreación y se desvincula del matrimonio, deja de tener sentido la consideración de la violación como delito penal».
Que la mujer es considerada por La Iglesia como un ser maligno y subordinada al varón en todos los órdenes de la vida, es un hecho incontestable. Cuanto más atrás nos remontamos en el tiempo, más cierta parece esta aseveración. La diferencia entre el momento actual y épocas anteriores, radica fundamentalmente en que ahora se puede disentir, o sea, podemos expresar nuestra opinión contraria a la doctrina católica sin que por ello pongamos en peligro nuestra vida o el bienestar propio y de nuestras familias. No obstante, si al principio las quemaban, siglos después las señalaban y perseguían hasta hacer de su vida un infierno y siempre, desde sus orígenes, la Iglesia ha estado del lado de los dictadores fascistas, bendiciendo y compartiendo sus métodos represivos.
El hecho de que en la mitología cristiana se culpabilice a la mujer por haber tentado a un individuo del sexo contrario, parece una broma de mal gusto, en cualquier caso, es un castigo desorbitado para sancionar una conducta tan leve: ni lo maltrató, ni lo coaccionó, ni lo mató, simplemente lo tentó. Pensamos además, que el que sucumbe a la tentación es tan culpable como el que la provoca.
Sin embargo, ellos siguen empecinados en machacar al sexo femenino. Cada vez que la mujer está a punto de conseguir algún avance en su arduo camino hacia la igualdad, ahí está la Iglesia Católica para tratar de impedirlo, baste recordar, para confirmar esta afirmación, el posicionamiento de la jerarquía en cuestiones tan candentes como el divorcio, la anticoncepción o el aborto.
Muy a menudo, nos preguntamos acerca de la razón por la que tan nimbados carcamales han perseguido sin desmayo a un ser vivo, cuya única diferencia con ellos es su sexo. Obviado, como hemos dicho, el asunto del pecado original, ni encontramos, ni entendemos el porqué de esa inquina contra la mujer, su pecado fue tan poco «capital» y sucedió hace tanto tiempo (milenios) que ya no deberían seguir purgándolo. Probablemente la verdadera y última causa de ese odio ancestral, de esa violencia contra la mujer sea- como dice la teóloga Margarita María Pintos – «el arma habitual del patriarcado para mantener el poder y ejercerlo despóticamente sobre las personas que considera inferiores: las mujeres, los niños y las niñas.»
Pero ya da igual, ellas: las mujeres, las hembras, el sexo débil, en contra de los esfuerzos de los jerarcas católicos, se han liberado y muy pronto ni una sola se someterá a sus dictados, abusos, menosprecios y discriminaciónes.
¿Vivir de acuerdo con la doctrina católica perjudica a la salud?
Todas las personas de nuestro entorno, con las que mantenemos un fluido y enriquecedor dialogo respecto a los problemas que afectan hoy y ha padecido históricamente la sociedad, coincidimos en atribuir a la Iglesia Católica una decisiva, permanente y negativa influencia en la resolución de los mismos. Podríamos citar, entre ellos, el de la igualdad entre todos los hombres (la jerarquía católica siempre ha estado del lado del más fuerte); el de la libertad (siempre en contra de la de pensamiento, de la religiosa o de la de enseñanza) o el de la democracia (siempre junto a los dictadores y contra el pueblo).
Quizás, deberíamos referirnos, no sólo a la religión católica, sino a todas en general, pues muchas de ellas se encuentran en el origen de graves padecimientos para el ser humano, pero razones de proximidad y conocimiento, nos hacen circunscribir este breve escrito a la católica, apostólica y romana.
A continuación, y al margen de aquellos banales y terrenales problemas, trataremos de exponer la relación causa-efecto que hay entre algunos de los preceptos que dictan los sumos sacerdotes de esa confesión y la aparición y/o desarrollo de graves enfermedades en el creyente practicante:
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– Absoluta prohibición de interrumpir el embarazo. Ni en el caso de que exista grave riesgo para la salud de la madre, permiten los sacerdotes católicos que se aborte, ni tampoco, en el supuesto de que el feto padezca importantes malformaciones y, lo que es peor todavía, nunca permite abortar a la mujer que ha sido violada. Como vemos, no sólo perjudica a la salud en el caso de que exista un riesgo, sino también, cuando el perjuicio para la misma es un hecho. Impedir a una mujer que ha sido violada que interrumpa, si así lo quiere, el embarazo originado por ese acto de máxima violencia le va a producir a ella (y probablemente a ese hijo) gravísimos problemas sicológicos durante toda su vida.
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– Prohibición del uso del preservativo. Este precepto, pese a su defensa papal, es el que suscita más unanimidad en su rechazo, incluso entre teólogos, curas de a pie y creyentes. Está claro que no usarlo en las relaciones sexuales, puede provocar que se contraiga el sida o cualquier otra grave enfermedad de trasmisión sexual.
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– Prohibición de la masturbación y el coito no reproductivo. La comunidad médica considera, que la realización frecuente de estas prácticas evita o disminuye la incidencia de la congestión prostática y del cáncer de próstata.
Si todo esto es así, si la Organización Mundial de la Salud recomienda lo que la Iglesia Católica prohíbe, pensamos que los estados no confesionales, deberían prohibir la difusión pública de esos preceptos, cuyo cumplimiento es objetivamente malo para la salud de los ciudadanos practicantes, al igual que se prohíbe la publicidad del alcohol o el tabaco. Al menos, como en este último caso, se debería obligar a que cuando se divulguen, por cualquier medio, esas normas religiosas se incluya una apostilla que diga: «su cumplimiento perjudica gravemente a la salud».