Imaginemos una amplia zona pantanosa, selvática, en la mayor de las islas antillanas, declarada reserva de la biosfera y sitio Ramsar. Dentro de ese cenagal son comunes los cenotes,  palabra de origen maya que define perfectamente lo que son: pozos, simas o abismos por los que mana y se estanca agua dulce.

            

 A pernoctar en sus alrededores y a bucear en alguno de los más recónditos  de aquel maravilloso paraje (permítanme la discreción al no revelar su nombre ya que está prohibido el acceso a aquellos lugares) nos encaminamos junto a algún científico de la zona y guiados por un experto y avezado lugareño. Tras varias horas, remando a palanca en un pequeño bote por intrincados canales y entre tupidos manglares, alcanzamos uno de los más bellos, salvajes y remotos lugares en los que yo haya buceado jamás, apenas hollado por alguna expedición científica o por algún cazador furtivo. De ese maravilloso estanque, de forma circular  y de unos 200 metros cuadrados de superficie, brota tal cantidad de agua que da lugar a uno de los más caudalosos ríos de la zona. Sus aguas son cristalinas, siendo total la visibilidad  en la inmersión, de manera que se pueden observar a placer varias especies endémicas, como el extraordinario manjuarí o la viajaca, también había por supuesto, claria, jicotea y una multitud de pequeños peces, no así cocodrilo, retraído a lugares todavía más remotos por la fuerte presión predadora que ejercen sobre él los habitantes de la zona. El manjuarí o pez cocodrilo es, quizás, de entre todos los peces que habitan en las aguas de canales,  cenotes, lagunas y pantanos de aquel humedal; el mas representativo y ello por ser un endemismo, considerado un fósil viviente por el primitivismo de su estructura corporal.   

            Tuvimos que dejar la barca a unos cientos de metros del cenote para aproximarnos a pie, hundiéndonos a ratos en el lodazal y, cargando con el equipo de buceo al que casualmente le faltaba un bañador. Ante la tesitura de volver sobre mis pasos a cogerlo de la barca, decido bañarme en cueros, algo inusual, pero que yo ya había hecho en alguna ocasión. Mi compañero de inmersión me lo desaconseja, por ninguna razón en concreto me dice, sino por una cierta prudencia natural. Yo me cachondeo de su prevención diciéndole que si cree que un cocodrilo se va a abalanzar sobre aquella cosita.

             Después de un rato inmerso, decidimos coger algunas jicoteas para la cena, a las que con mucho cuidado y sujetando cada una, de las seis que capturamos, por una pata trasera entre dos de mis dedos de ambas manos, nos acercamos a la orilla para que mi compañero salga a buscar algo con que atarlas mientras yo permanezco en el agua sentado sobre el tronco semihundido de una palmera. El agua se ha enturbiado con nuestras idas y venidas, de pronto, doy un salto y grito ¡joder, algo me chupa el pene! Con la mano que ya tengo libre toco instintivamente mis partes y un enorme pez se escurre entre mis piernas.  ¡Uf! aliviado, pienso, menos mal que “Claria” no tiene dientes.

             Conocida también como pez gato caminador,  su talla máxima es de sesenta centimetros , carnívora y altamente depredadora, se cría en agua dulce y tiene capacidad para buscar alimentos fuera de sus estanques, deslizándose por tierra, mediante fuertes sacudidas de la cola.

             Su beso ha sido suave aunque aterrador y desde luego nada placentero, pero si muy didáctico:

             Bañarse desnudo en aguas turbias con el órgano masculino flotando libremente en ese liquido, puede dar lugar a que cualquier pez hambriento lo considere un cebo apetecible.