Como decíamos al concluir otro articulo, de casi igual titulo, publicado en esta bitácora en julio de 2008, más adelante trataríamos de aclarar lo de los «bajos vuelos» de las mal llamadas compañías aéreas de bajo coste, conclusión esta a la que llegábamos porque algunos de estos, no solo no son bajos sino que son desorbitados. Ese momento ha llegado porque hace unos días se pudo leer en algún periódico la sorprendente, increíble y descabellada noticia de que estas compañías iban a cobrar una nueva tasa por ir al lavabo en los aviones.
Mas que embarcar en una aeronave parecería que los pasajeros entramos en un chiringuito de feria, después de orinar, donde lo que mas importa es el jolgorio y la fiesta (música de maquinas traga perras, colores chillones, vendedores ambulantes vociferando su mercancía) y lo que menos es la tranquilidad y comodidad del pasaje.
A estas compañías, como a todas, y en contra de lo que su propio nombre indica: low cost, lo que les interesa primordialmente es la pasta y, en consecuencia que el coste de los servicios que nos cobran sea para nosotros muy alto y para ellos muy bajo para así conseguir unos magníficos beneficios.
Nada más tomar asiento nos intentan vender boletos de rasca y gana, mientras suena un estridente estribillo de salón de juegos, con el pueril, falso y malicioso argumento de que parte de lo que recauden con esta rifa lo destinaran a ayudar a niños del tercer mundo. Sin especificar, claro, que parte es para ese piadoso fin y cual se embolsa la empresa.
Al mismo tiempo, observamos caminando bajo las alas del avión a un par de individuos uniformados que golpean con sus nudillos el metal con el que esta construido, muy atentos al sonido producido y fijando su mirada en diferentes partes del fuselaje. Muy probablemente se trate de una preceptiva inspección ocular, pero les aseguramos que no produce ninguna tranquilidad comprobar, por nosotros mismos, como se lleva a cabo. La misma seguridad nos proporciona el hecho de que el despegue se demore porque falta un pasajero, según nos informa el sobrecargo. Ahora comprendemos porque toda la tripulación ha recorrido varias veces la aeronave de cabina a cola, contando a todos las personas a la vista, eso si, solo con los dedos.
Finalmente volamos en esta especie de casino de pueblo, de música estridente y machacona, de colores chillones, con rifas y sorteos, y varios vendedores ambulantes que, con toda la palabrería propia de unos mercachifles, tratan de vendernos cualquier objeto que no necesitamos a precios abusivos y lo que es peor, con la certeza de estar siendo estafados y la sensación , muy real, de hacerlo sin ninguna seguridad al viajar, como hemos podido ver, en un artefacto de feria.
Viajo a París desde Valencia, mi sobrino estudia allí y me comprometí con él a echarle una mano (limpiar y cocinar básicamente) durante sus duros exámenes finales.
Veinte días antes, reservo pasaje en una compañía de bajo coste a través de un buscador de vuelos de esa índole. El precio del viaje de ida y vuelta es absolutamente irrisorio ¿de qué otra manera se puede llamar a la factura abonada por importe total de 80’95 euros?, considerando además, que el precio incluye gastos de gestión, un bulto para facturar y seguro de cancelación. Bueno, quizás también se la podría calificar de ridícula.
Nene, ¡nadie regala duros a cuatro pesetas!, me viene de inmediato a la memoria este famoso refrán tan repetido por nuestros mayores, cuando descubríamos el engaño por la compra de algo que habíamos considerado una ganga. Tras varios días con el mismo martilleándome la cabeza y lleno de dudas e incertidumbre, trato de confirmar los datos de mi reserva a través de Internet y por la misma vía que había adquirido los pasajes a París; no lo consigo (cuando pincho en confirmar reserva me aparece la pregunta: ¿qué hotel ha pedido? y recurro a una vía más familiar para mí, el teléfono. Llamo al número que me indica en la reserva que, ya impresa, obra en mi poder. Tras advertirme, la operadora automática, de que el coste de la llamada es de 0,85 cents/minuto -creo recordar que lo mismo cuesta llamar a algunas líneas eróticas- y de torearme también automática y sistemáticamente durante varios minutos y al menos en tres ocasiones, desisto.
Desisto, en la certeza de que tengo en mi poder todo lo que necesito para volar, según ellos mismos explican en la reserva impresa.
Unos días antes de la fecha de mi viaje e inquieto aún, en este caso por el tema del equipaje y su peso, olvidé decir que del total pagado a este concepto correspondían 26 euros -obsérvese que dos bultos, así lo llaman ellos, no muy pesados, valen más que yo- intenté de nuevo telefónicamente informarme del peso máximo autorizado, sin conseguirlo tampoco, y habiendo empleado en ello un tiempo que es oro y que a ese precio lo cobran.
Esas mismas dudas, inquietudes y recelos debieron asaltar, para luego confirmarse, a muchos pasajeros pues la cola para abonar los excesos de equipaje era más larga, en algunos momentos, que la cola de facturación. En mi caso el exceso era de 9 kilos y pagué 135 euros. En esto si que son una de las compañías aéreas mas caras del mundo.
El bulto debo de ser yo, pero para ilustrar mi ignorancia, yo les rogaría a esas compañías que respondan a tres preguntas:
¿Cuánto facturan por su servicio telefónico de información?
¿Cuánto facturan en concepto de exceso de equipaje?
¿Qué porcentaje suponen ambos conceptos respecto a su facturación total?
Si lo hacen podremos, al menos en parte, contestar fácilmente al porqué de los bajos precios de las mal llamadas compañías de bajo coste.
A lo de los “bajos vuelos” ya intentaremos responder en otro artículo.